El pasado viernes, Rubén, mi fisio de la Fraternidad, me planteó dejar la muleta en casa para pequeños paseos. Llegaba ese momento tan ansiado, volver a ser aparentemente independiente, si exceptuamos que todavía llevo un hierro de 39 cm que sustenta mi tibia.
De nuevo, me tocó crear una mesa de dialogo con mi cerebro, porque si fuera por él, seguiría anclado a la silla de ruedas. Y hackearle, animando a mis brazos a quedarse en casa, mientras mis piernas les miraban de soslayo esperando su ayuda. Los primeros segundos, la sensación fue de pánico. Luego, volví a una cotidianidad que me asombra, preguntándome cómo ese escalón de un centímetro que hay en el acceso a mi cocina, fue una barrera infranqueable hace dos meses en mi silla de ruedas.
Si no me he matado, ni me he quedado con graves secuelas ha debido ser para algo, así que me dispongo a contarlo en un libro, porque en un post no me da tiempo a desvariar lo suficiente, con el fin de perderme para encontrarme. Así que, durante unos meses, no leeré la pila de libros interesantes que tengo pendiente, para no influir en la fricada que voy a escribir. Y por tanto no habrá post sobre ellos.
Como ya sé el marrón que supone autocorregirse, acorto los tiempos de escribir, editar y publicar, porque este no es un libro para encontrar trabajo, como fue el anterior, si no, para salir del armario energético, y que comprendas que mi caída no fue algo accidental, si no, una oportunidad para ser coherente con mi existencia en esta vida.
Objetivo, tenerlo impreso para San Jordi. Vamos al lio.
¡Feliz lio!
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