Pero lo
dicho, para mí el gran acierto, no está en el contenido, sino en el continente.
Por fin, voy a un restaurante al cual se le puede llamar RESTAURANTE, un lugar
donde cualquiera de los cien ruidosos comensales españoles podemos hablar en
nuestro tono elevado, sin escuchar nada de la mesa literalmente de al lado.
Aunque estén una pareja con niños sin jugar con el atóntate móvil, aprendiendo
física con la coctelera de la mesa…
¿El secreto?
Utilizar materiales que absorben el ruido, insonorizando el local. Sirviendo de
primero un entrante a base de dados de parqué, acompañado de una pared milhojas
y otra agujereada cual queso gruyére. El plato fuerte son las estalatitas cual filetes
de corcho a la milanesa que cuelgan del techo, cual satélites, filtran las
conversaciones, dirigiendo a tus oídos sólo las buenas nuevas de los comensales
que comparten tu mesa, como no, de madera vista al igual que las sillas. Para
acabar la degustación, se sirve una cortina de tela técnica a lo largo del
ventanal de cristal, acompañado de un vergel de exóticas plantas, que parapetan
los susurros de los enamorados que se degustan con la mirada en la mesa que
recorre el ventanal.
En
definitiva, es un excelente ejercicio, de comunicación, de respeto hacia los
demás, algo que tanto falta en este paramo, falto de cultura colectiva. Vamos
un excelente diseño, que potencia la buena educación, o mejor dicho, la
educación en sí misma.
Si quieres
experimentar el lujo del silencio licuado, aventúrate entre sus apasionadas
golosinas, pero te advierto, una vez que pruebes la experiencia, los otros
restaurantes te sabrán a poco, al servirte mucho ruido y pocas nueces.
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